LA DIVISIÓN SUBJETIVA EN LA PERVERSIÓN (2024)

Diferentes usos de la noción de perversión

A finales del siglo XIX, los tildados de “pederastas”, “depravados” y “sodomitas” comenzaron a ser psicopatologizados como “perversos” por el discurso médico-psiquiátrico. El intento de abordar científicamente las “perturbaciones sexuales” impulsó una medicalización del pecado (Foucault, 1976). A pesar de esta genealogía del concepto, la “perversión” en psicoanálisis hace referencia a tres ideas distintas: a una patología de la sexualidad; a una de las tres formas estructurales de la subjetividad; y a características universales de la sexualidad humana. Esta última acepción del término remite al movimiento radical que hace Sigmund Freud al postular las “aberraciones sexuales” -en el primero de sus “Tres ensayos de teoría sexual” (1920)- como parte constitutiva de la denominada “sexualidad ampliada”. Tras despatologizarlas y asignarles carácter universal, Freud teoriza al niño como un perverso polimorfo que exhibe satisfacciones parciales determinantes de un desarrollo psicosexual esperado. Así, Freud ubica la fantasía “Pegan a un niño” en pacientes neuróticos y subraya la dimensión estructurante del masoquismo en todo sujeto. Por lo tanto, un problema que plantea la noción de perversión es que bascula inadvertidamente hacia la neurosis, sobre todo porque no constituye una categoría nosológica en la teoría freudiana. Por más riesgosas, obscenas o desviadas que se las considere, las aberraciones sexuales no garantizan la perversión en el nivel de la estructura y son compatibles con las neurosis y las psicosis. Es Lacan quien habla de tres estructuras clínicas: neurosis, psicosis y perversión no designan solo cuadros patológicos, sino que aluden también distintas modalidades de constitución de la subjetividad, tanto para el enfermo mental como para quien no han llegado a enfermar psíquicamente. Por lo tanto, para evitar malos entendidos, en este artículo se utilizará el término “perversión” a secas para referir a la categoría clínica y de alcance estructural concebida desde la orientación lacaniana.

El sujeto perverso establece una relación particular con el otro semejante, con el Otro con mayúscula y con el superyó (instancia que no es sino la internalización de la relación con el Otro). El perverso es como un hombre de fe, un cruzado -afirma Lacan- que cree fervientemente en el goce del Otro y se dedica con ahínco a producirlo. La perversión “se define justamente -dice Lacan en el Seminario 11 (1964)- por la manera de colocarse en ella (en la pulsión) el sujeto” (Lacan, 1964, p. 189). De ahí que se debe atender lo referente al goce y no restringirse a la vida “sexual de alcoba” para diagnosticarla.

El presente artículo se propone hacer un recorrido por el manejo que el perverso hace de la angustia y los diques pulsionales -vergüenza, pudor, asco, los reclamos ideales en lo moral, la compasión-, y el ímpetu que tiene para encontrar y activar en el otro los puntos que despiertan dichos afectos. Asimismo, se indaga la posición perversa ante el goce caracterizado por el deseo y la voluntad de hacer gozar al otro (Otro) traspasando la inhibición de sus represiones inconscientes. Tal como concluye Roberto Mazzuca en su presentación “La categoría clínica de la perversión en el psicoanálisis” dictada en el 8º Congreso Internacional de Psiquiatría de 2001, el concepto de perversión como estructura subjetiva es el que, al exceder las prácticas sexuales, puede constituir una contribución del psicoanálisis al conocimiento de las psicopatías

Angustia que divide, en principio, al neurótico

La subjetividad sádica, la masoquista, la exhibicionista y la voyerista pugnan por obturar la castración y, para lograrlo, buscan dividir y angustiar a su partenaire. En el caso del sádico, la resistencia inerme del sometido y la angustia que evidencie su víctima proporcionan un placer mayor que el que pudiera generarle la destrucción violenta y el tormento en sí mismos. El verdugo sadiano goza de la división del otro y lo hace reapropiándose de la totalidad del logos. Tras bambalinas, el sádico afirma: “yo sé que tú gozas con lo que te hago”. Así, más que gozar del otro, goza de su propiedad y poderío. El sádico le roba la voz al Otro, sabe lo que este quiere y -como dice Lacan en el Seminario 16 (1968-1969)- se convierte en su instrumento.

Por su parte, el exhibicionista se regodea con el escándalo que le produce a quien lo mira. Si supusiera que su ostentación no habría de afligir al otro, probablemente no se sentiría excitado de desplegar su impudor. “En el exhibicionismo -dice Lacan-, el blanco del sujeto es lo que realiza en el otro. La verdadera mira del deseo es el otro, el otro al que se fuerza, más allá de la implicación en la escena. El exhibicionista no sólo involucra a la víctima, sino a la víctima en tanto que está referida a algún otro que la mira” (Lacan, 1964, p. 190).

En el caso del masoquista, es él quien inicia el contrato con su verdugo. Siguiendo el libreto acordado, se compromete a actuar conforme los antojos de su amo. En la compilación titulada Presentación de Sacher-Masoch (1967), Gilles Deleuze señala que el masoquismo es intrínsecamente teatral puesto que su sometimiento es, en líneas generales, simulado. Y cuando no lo es, cuando el amo lo domina, funciona como el componente de una escena ilusoria y repetitiva que siempre permanece suspendida en lugar de concluir. Esa ilusión gobierna la escena: así parezca que el “tirano” somete al masoquista, es este último quien implanta las órdenes que le apetece que le den y quien efectivamente dicta el guion al dramatizar su propia servidumbre. La sumisión al otro, entonces, tiene el carácter de simulacro -punto que Lacan toma de Deleuze-, en la medida en que los “límites” del suplicio son previamente acordados. Si se establece un contrato, es porque la ley falla o es burlada. De lo contrario, no haría falta reglamento alguno. Por ende, el masoquista no goza por fuera de la ley, sino dentro de ella.

En análisis, un paciente neurótico relata una experiencia sexual con una mujer que se le presenta como masoquista. Cuenta que la cosa al principio marchaba bien hasta que la sometida dejó de responder a sus flagelos. Ante los golpes que el neurótico le propiciaba, la masoquista no daba indicios de excitación ni de dolor. No exteriorizaba nada. Cuando se le ordenaba que gimiera o implorara, obedecía de a ratos. La falta de respuesta y su mirada inerte lo llevan al neurótico a sentir que falla en su papel de amo. Este comienza a verse ridículo a sí mismo y se angustia. En efecto, de esto se trata para el verdadero masoquista: su satisfacción se juega en lo inerme de su objeto, en la vulnerabilidad del partenaire. Mientras que el neurótico sueña con la perversidad (en sentido freudiano) para sostener su deseo, el perverso goza de los límites del fantasma neurótico. Pensémoslo como dos planos distintos que no se superponen.

El masoquista aguarda con tenacidad la llegada del placer, por lo que sostiene su persistencia en el dolor como condición para su advenimiento. A su vez, rechaza un placer inicial para que el dolor, también esperado, alcance mayor voluptuosidad. La espera adquiere un valor fundamental. El tempo se desdobla en dos flujos simultáneos: el del retraso, suspensión que representa lo que se espera (el placer); y otro que representa algo (el dolor) en medio de lo que persiste, y que posibilita alcanzar lo esperado (Deleuze, 1967). El masoquista es un moroso que habita la espera y hace del suspenso un arte de la fantasía.

Lo fundamental para el goce del masoquista es que el tormento llegue a un límite extremo tal que el amo (neurótico) se incomode y angustie. ¿Cuánto tiempo puede un neurótico golpear a su partenaiere sin comenzar a angustiarse? ¿Cómo no sentirse abatido de cara a un esclavo que no lo detenga ante un excesivo dolor infligido? Cada masoquista tendrá sus propias estrategias para hacer que el amo (neurótico) quede dividido por la angustia. Detrás del pacto acordado se oculta una puja instalada por el masoquista por ver quién llega más lejos, y, en el último momento, es el atormentador neurótico el que siempre se acobarda. De ese modo, este último es desvalorizado como amo y como compañero, incapaz de actuar su rol, cosificado y tomado como fuente de explotación. El masoquista hace que se torne irrisoria y payasesca la teatralización del neurótico, su afirmación de dominio, su carácter repetitivo, y los cambios en su actitud y tono de voz para jugarla de amo. En definitiva, no es el placer en el dolor lo que precisa el masoquismo, sino, como en toda perversión, las vicisitudes de la angustia que genera en el otro.

Tomemos otra situación, una que no involucre látigos ni cadenas: Un docente universitario con aires altaneros, que tiene el hábito de mofarse a sus alumnos, da en clase la posibilidad de que alguien pase al frente como voluntario para exponer un tema. Una alumna se ofrece. En su exposición incurre en innumerables errores teóricos y queda claro que no ha leído con detenimiento el texto que comenta. El docente la corrige, sin ahorrarse sarcasmos, pero la alumna insiste en plantear “su perspectiva” sobre el tema. No se trata de mera terquedad. Durante casi media hora la mujer se presta a la mofa, pero nada indica que ella se angustie. Cuando la escena está por terminar, ella vuelve a deslizar un comentario que despierta la burla de un amo que goza de hacerse ley. Pero el sosiego de la alumna torna grotesco al profesor, quien pareciera no notar que es ella quien, en realidad, domina la situación. ¿Quién es el otro que se angustia en la escena? El resto de la clase presta oídos sin salir de su asombro y siente compasión, aunque sólo espera que el drama termina de una vez.

A partir de esta situación, ¿podría decirse que la alumna es masoquista? No, como tampoco podríamos afirmarlo basándonos únicamente en las prácticas sexuales. En todo caso, las “desviaciones” sexuales son indicadores privilegiados para vislumbrar cómo la perversión puede ser, aunque no siempre, puesta en escena. Las categorías clínicas no se proponen particularizar las conductas o la personalidad de un individuo, sino que constituyen coordenadas que le permiten al psicoanalista intervenir en el dispositivo analítico en relación con el síntoma de un sujeto que se define en tanto dividido (que ex-siste, dice Lacan). Freud señala que no se puede poner al psicoanálisis “al servicio de una determinada cosmovisión filosófica” (Freud, 1918, p. 161). En todo caso, si se tratara de un relato hecho por la alumna en análisis, el analista evaluaría si guiar la cura cuadrando su síntoma en la clasificación de perversión. Las estructuras clínicas no deben ser leídas como una especie de horóscopo que retrata tres tipos de existencia. Por el contrario, son clínicas y discursivas, y se caracterizan siempre por una falta. No erigen el “yo soy” neurótico, perverso o psicótico como si se tratara de roles sociales.

Queda claro que el perverso busca dividir y angustiar al neurótico. Y si este último pierde las coordenadas que lo definen y se desdibujan las referencias de su narcisismo y fantasma, se rompe con lo que el sujeto daba por sabido y emerge la angustia. Por eso, tal afecto de lo real permite muchas veces una apertura del ser que aparta al sujeto de lo que éste concibe como lo ya dado o establecido. Actuar es atravesar un límite que permita fundar un nuevo comienzo. Es ese pre-acto, ese “¡en sus marcas!” para un cambio decisivo en la posición subjetiva. Los actos paradigmáticos son aquellos que marcan un antes y un después, un corte decisivo y una discontinuidad irreversible en la posición de un sujeto, y lo que se pierde es lo que hace a la destitución subjetiva. En otras palabras, dicha destitución es efecto de la pérdida que tales actos irreversibles implican.

Lacan vincula el objeto como causa del deseo con el lugar del inconsciente, donde el objeto es el objeto perdido. Se trata del “yo no soy”, un “pensar sin yo” como un pensar del inconsciente, posible a partir de la pérdida del objeto. Hay causa sólo porque algo se perdió, lo cual es condición para que se pueda producir un acto. Si se parte del self, la ilusión del sujeto es suponerse causa de sí mismo. Pero el sujeto en tanto falta hace de su pérdida una causa, lo que causa al self en todo caso, y no a la inversa. Aunque muchas veces se utilice en psicoanálisis la palabra “sujeto” como sinónimo de persona o paciente, en sentido estricto el sujeto es consecuencia de la pérdida y se hace sujeto por la causa, que es lo que lo divide y lo sostiene, en definitiva, el objeto a.

La causa del deseo se establece debido a la caída del propio sujeto como objeto a. Lo que se pierde es el sujeto en su falso ser de a, que, con su pérdida, se transforma en causa. Lo deseado es el deseo del Otro, es decir, lo que el sujeto es respecto de esa falta en el Otro. Por eso, para el neurótico, la pérdida es requisito para que él mismo pueda inventarse como causa del deseo del Otro. En tanto el sujeto pierda su ser falso (su falso self) es que puede devenir causa.

Efectuada la cesión del objeto a, el sujeto se hace falta en el campo del Otro y se implica escindido en el fantasma, el que es soporte del deseo. La angustia -dice Lacan en el Seminario 9 (1961-1962)- emerge no sólo cuando el yo se ve amenazado con ser disuelto, sino también cuando el Otro cae como soporte identificatorio. La identificación se organiza en función de lo que el neurótico vislumbra (sea verdadero o falso) que es el deseo del Otro. Así, consigue definirse y encuentra las referencias necesarias para poder “encontrarse a sí mismo”. No alcanza con creerse el objeto de deseo del Otro, sino que el sujeto, además, debe afirmarse que puede modelar tal deseo en función de su propio deseo.

“En el fading -dice Roland Barthes en su análisis de la poesía de San Juan de la Cruz- el otro parece perder todo deseo, es ganado por la Noche. Soy abandonado por el otro, pero este abandono se duplica por el abandono al que se ve sometido él mismo; su imagen es de este modo lavada, liquidada; no puedo ya sostenerme de nada, ni siquiera del deseo que el otro dirigiría a otra parte: estoy en el duelo de un objeto que está él mismo enlutado” (Barthes, 1977, p. 132). Si el deseo del Otro se vuelve indefinible, el sujeto deviene aquél cuyas insignias son inhumanas para ese Otro. En ese caso, la angustia emerge en el neurótico, puesto que el yo y el Otro se ven anulados ante la imposibilidad de poder nombrar su deseo cuando peligra la viabilidad de intercambiar las insignias del yo y del Otro. El yo se refleja en un espejo que le devuelve una imagen que ha dejado de tener una significación identificable, y esto genera angustia. Pero ¿le ocurre lo mismo al sujeto perverso?

Culpabilidad, goce y división subjetiva

Al neurótico se le presenta una disyuntiva: está moralmente desgarrado, quiere algo pero no se permite o no acepta, o bien le da asco aquello que, a la vez, le atrae. La división subjetiva puede involucrar una prohibición que signa la culpabilidad. Pero así como el sujeto queda escindido por la oposición entre la fuerza de sus pulsiones y los mandatos internalizados, cada renuncia a la satisfacción pulsional -dice Freud- refuerza la severidad del superyó. Lacan formula el imperativo superyóico como “¡Goza!”. La paradoja radica en que este equivale a una interdicción porque gozar, por definición, es imposible. Al neurótico se le impone agenciar algo que no puede alcanzar y esto lo divide. En cambio, pareciera que el perverso puede gozar en su completud al no toparse con limitación alguna que le impida alcanzar el imperativo.

Inicialmente (no en sentido cronológico, sino en el de los pasos lógicos), la división subjetiva se funda en la operación significante que deja como resto el objeto a. Se trata de una división en todo ser hablante. Luego, la pérdida será condición para que el neurótico pueda advenir causa del deseo del Otro, hacerse falta en el campo del Otro y, de ahí, advenir el sujeto implicado en el fantasma. En el Seminario 7 (1959-1960), Lacan trabaja das Ding como una primera versión del objeto a como real en su phatos (en griego, pathos refiere al padecer, al sufrimiento). En la definición misma de lo real como lo que vuelve siempre al mismo lugar se juega un padecer que el neurótico busca sin saber y que asoma como bien supremo. En la medida en que la Cosa se califica como fuera de significado, se mantiene con ella una relación de padecimiento (patética). Ese padecer es el afecto primario, residuo de la experiencia hostil que Freud trabaja en su “Proyecto de psicología” (1895). El penar del neurótico se articula en torno a un objeto que quiere alcanzar pero que está perdido, que no puede tener para sí y que, incluso, desconoce. En el Seminario 7, Lacan articula este desarrollo con la Cosa, y, posteriormente, con el objeto a. Se trata de una parte del cuerpo escindida por el pathos, por acción del significante. En torno a ese agujero central de la Cosa, a esa satisfacción de borde, se estructura el sujeto. Las diversas posiciones subjetivas frente al goce pulsional se entonan con esa conjunción entre la lógica alienante y la corporeidad.

En el Seminario 10 (1962-1963), Lacan habla de un objeto de goce como metáfora en el nivel simbólico, como producto de la sustitución significante. Allí la renuncia es en torno al goce del cuerpo y entraña la división del sujeto. En ese contexto, el objeto a se introduce como resto que cae a partir de la división del sujeto atravesado por el significante. Es decir, esa operación divide al sujeto y deja un resto. De ahí que se hará de ese objeto-resto un lugar de recuperación, de captura de goce.

El sufrimiento masoquista obedece a la lógica del “plus de gozar” como principio operativo del deseo. Los humillados de Dostoievski -dice Sara Vasallo en Escribir el masoquismo (2008)- pasan primero por una rabia que se expresa en sus intensos deseos de venganza, para caer luego en una pasividad lúcida que anula la rivalidad, y con la que encuentran un goce particular capaz de transformar la humillación inicial en una humillación sublime. Entre esos dos momentos hay un corte. La subordinación fascinada se produce ante un otro (un doble más fuerte o “espontáneo”) que hace de él un “menos” al opacarlo y debilitarlo. El masoquista logrará trascender esa humillación con un “más” en la medida en que haya un cambio sustancial en el goce. Este goce lo lleva a abandonar el escenario de la rivalidad luego del pasaje de una humillación inicial a una “refinada”. Lo que separa un momento de otro es el plus de gozar, intensidad que no se debe a un incremento del sufrimiento como negación de la vida o privación de un Bien. Por el contrario, el acrecentamiento introduce un “menos” y el goce se produce en la medida en que asume ese “menos” como condición de plus de gozar. El masoquista goza en la vía de esa proporción que se sustrae (Vasallo, 2008, p. 150-157).

Con la noción de plus de gozar, Lacan introduce en el Seminario 16 la idea de que en ese “hacerse pérdida” hay, a su vez, una recuperación de goce. Si el objeto a, en su función de plus de gozar, se vincula con la recuperación de la pérdida, el plus de gozar no es la transgresión de la castración (entendida como separación del goce y el cuerpo, es decir, pérdida de goce que es efecto de la marca significante sobre el cuerpo), dado que su existencia misma la obedece. Operando la marca, el goce queda como recuperación de una pérdida bajo la forma de ese “plus”, de esa prima de goce que Freud delimitó a nivel pulsional. Pero el sujeto queda preso de la marca que Freud ubica en la experiencia de satisfacción, la que no en vano da origen al deseo. Ese objeto del deseo estructuralmente perdido deja como huella el agujero de la Cosa, en cuyos bordes se produce esa prima de goce que la pulsión recupera.

El perverso ostenta una marcada demostración de su saber, allí donde el neurótico duda, no sabe. En la histeria, el propio sujeto tiene el estatuto de una pregunta dirigida al gran Otro: “¿Qué soy para el Otro?”. El perverso, por el contrario, sabe de la castración y de las carencias del Otro. Incluso sabe cómo colmarlas y qué recursos y objetos se requieren para ello. Ese saber erige un Otro sin tachar a partir de la voluntad de goce. El perverso lo evidencia y se lo escupe en la cara a su partenaire. Sabe y demuestra -dice Lacan en el Seminario 14 (1966-1967)- cómo obtener el goce y, si bien éste está perdido (como en la neurosis), se empecina en recuperarlo. No necesita de algo con que azotar; él mismo se vuelve látigo.

A diferencia del neurótico, el perverso no se propone llevar su imaginación al límite de lo concebible a través de un relato. El exhibicionista requiere, necesariamente, que el otro esté allí presente; no sueña con una aventura que no se permitiría concretar. Su acción ritual se plasma en una escena simbólicamente degradada que excluye toda dimensión potencial. No se trata del goce neurótico que conserva una fuerte composición autoerótica y masturbatoria. El perverso -ser de estereotipos y no de imaginación- no tiene nada que decir y, si se ve forzado a hacerlo, probablemente lo haga ubicando al otro como su partenaire, ya sea que ese otro sea un psicoanalista, un psiquiatra, un juez o un policía. El analista que intente ubicarse en un lugar de sujeto supuesto saber para el paciente perverso se encontrará con un analizante que le hará sentir que su intervención no fue más que pura palabrería, mera estupidez con aires de erudición. En definitiva, ¿quién podría saber más de su goce que el propio perverso?

Pudor y vergüenza que dividen

En “La significación del falo” (1960), Lacan le asigna al pudor un lugar fundamental como constitutivo del inconsciente, pues equivale a la barra que cae sobre el sujeto y lo divide. Lo que se defiende con pudor es lo que atañe al fantasma. En efecto, se siente pudor cuando se ha tocado la intimidad de los libretos fantasmáticos, los que se van modificando según la época y los contextos sociales, pero que siempre se seguirán formalizando a partir de los mismos cuatro objetos: la voz, la mirada, el pecho y las heces.

En el voyerismo, “la mirada es el objeto perdido -dice Lacan- y, de pronto, re-encontrado, en la conflagración de la vergüenza, gracias a la introducción del otro” (Lacan, 1964, p. 189). La vergüenza supone una revelación sorpresiva del ser del sujeto ante la mirada del Otro. Es un afecto que se hace sentir con un develamiento de lo “éxtimo”, de aquello que me constituye en mi ser sin ser yo, lo protegido y preservado bajo el velo del pudor (Soler, 2011, p. 86-87). El sujeto es falta en ser y en el significante su ser siempre está desplazado hacia otro lado. Pero allí donde hay vergüenza se pone al descubierto su ser éxtimo, inconfesable, desconocido, del que no puede deshacerse. Ese ser se manifiesta en lo indecible e invade en calidad de desplazamiento. “Avergonzarse por no morir de vergüenza -dice Lacan- daría tal vez el tono de que lo real está allí concernido” (Lacan, 1969-1970, p. 198).

En la desnudez, el neurótico siente vergüenza por no poder esconder aquello que quisiera sustraer de la mirada del otro. Por esto mismo, el acto fallido es acompañado muchas veces de dicho sentimiento. El papelón deja al sujeto tironeado entre flancos opuestos, porque también hay un límite de la vergüenza en la conciencia de la propia impotencia que puede dar lugar al goce. En este borde, opera el goce del perverso.

Se espera que el paciente neurótico sienta aunque sea un mínimo de pudor en algún momento de su análisis, o al menos una intervención del analista podría llegar a avergonzarlo. Algo así difícilmente le ocurra al perverso. En todo caso, la intervención analítica que podría llegar a avergonzar al neurótico, le daría al perverso la pauta de que algo de su accionar conmovió a su interlocutor, que motivó una intervención en ese sentido, por lo que es factible que el paciente redoble su apuesta por inquietar al otro (analista). Y si lo logra, le traerá aparejado un alivio. “De ese alivio -dice Gabriel Lombardi en La libertad en psicoanálisis (2015)- no resulta ninguna ganancia para su análisis. […] El perverso en el ejercicio de su fantasía consigue a veces desquiciarlo (al analista), lo cual a los fines analíticos no tiene ninguna utilidad, sino como oportunidad de una maniobra de la transferencia para relanzar el análisis. En lo que hace al juicio del gusto, si ese relato excita o angustia, gusta o disgusta, no tiene la menor importancia, ya que lo decisivo es que la intervención del analista se apoye en un deseo ejercido desde la destitución subjetiva que le es requerida para constituirse en partenaire no de fantasía, sino del síntoma analizante” (Lombardi, 2015, p. 185-187).

Instrumento de un goce que no es tan propio

De su propia castración, el sujeto no querría “saber nada en el sentido de la represión”. Para designar este proceso, Freud emplea el término Erwerfung (traducido como “cercenamiento”), una abolición simbólica -dice Lacan en “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud” (1954)-. Está claro que nada falta en lo real, por lo que el sujeto “cercena la castración” en el sentido de que no hay ningún juicio sobre su existencia o, más bien, sobre sus efectos. Todo sujeto tiene la necesidad de interponer una máscara para protegerse de lo real, puesto que lo que no llega a la luz de lo simbólico se revela en lo real como exterior al sujeto mismo. Esto emerge bajo la forma -aunque sin forma- de lo que se siente como angustia, pudor, asco, culpabilidad o vergüenza.

Pero si el perverso logra suturar su castración haciéndose instrumento del goce del Otro, de un goce que no le pertenece, aun siendo el punto más singular de cada quién, ¿podría ser éste el sostén a problematizar en un análisis para que algo de su falta aflore?

En la Clase “La pulsión parcial y su circuito” del 13 de mayo de 1964 del Seminario 11, Lacan señala (en torno a la “estructura de la perversión”) que el perverso “se determina a sí mismo como objeto en su encuentro con la división de la subjetividad. (…) Justamente porque el sujeto se hace objeto de una voluntad ajena, ocurre que no sólo se cierra sino también se constituye la pulsión sado-masoquista. (…) El deseo sádico existe en muchísimas configuraciones, y en las neurosis también, pero no es aún el sadismo propiamente dicho. Remítanse a mi artículo “Kant con Sade” -dice Lacan-. Verán que el sádico ocupa él mismo el lugar del objeto, pero sin saberlo, en provecho de otro, y ejerce su acción de perverso sádico en aras del goce de este otro” (Lacan, 1964, p. 192).

En el Seminario 10, Lacan enfatiza la angustia como el punto de referencia que diferencia la estructura del fantasma sádico de aquel del masoquista. El sádico procura angustiar al otro aunque desconociendo que, con su proceder, se hace instrumento del goce del Otro. Por su parte, el masoquista apunta al goce del Otro y enmascara, en última instancia, que intenta generar angustia en el Otro. Como se vio, el masoquista busca -utilizando al partenaire como medio para lograrlo- la respuesta de angustia que le da la victoria con esa caída esencial del Otro a su miseria final. A partir de su abyección, de su posición de desecho (en el sentido de detrito y no de objeto a, o bien, en el de un objeto a despejado de su función), el ritual sacrificial masoquista permite arrebatarle goce al Otro. En la medida en que el perverso acceda y le arranque (la palabra “arrebato” tiene esas dos acepciones: acceso y robo) substancia gozante, adviene él mismo desde su posición de objeto, la tésera (contraseña) que abra paso a la sublime indignidad del Otro. La satisfacción masoquista se produce ante el gesto de goce en el amo, aun cuando el neurótico que hace de partenaire sienta únicamente angustia. Para el perverso, el Otro goza. Y esto constituye un saber para él.

Tanto en el sádico como en el masoquista tiene lugar un doble movimiento: del Otro al otro, y del otro al Otro. Se trastocan las posiciones del otro con minúscula (el partenaire) y del Otro con mayúsculas. Lo que en uno de ellos está velado y oculto, aparece en el otro como meta, y viceversa. Sin embargo, no hay Otro con mayúscula que esté encarnado en el partenaire. La angustia buscada en el Otro incumbe a un otro cuya deposición destituye a su vez cierta dimensión del Otro de la ley. Este último se le revela al perverso como arbitrario y obsceno, al tiempo que frágil por su fluctuación entre la plena potencia y el súbito desplome.

En su artículo “El problema estructural del masoquismo” (2009), Juan Bautista Ritvo señala que “en la neurosis de transferencia hay alianza entre la voz y el saber o, lo que es lo mismo, hay fuerza de ley. (…) En la perversión el sujeto restituye la voz al Otro (que puede leerse también como restituye la voz del Otro) abdicando de su palabra” (Ritvo, 2009, p. 113). Desde esta perspectiva, el perverso carece de una palabra propia. En todo caso, “la humillación del partenaire convierte al sádico en un instrumento, en un agente fanático de la fe en un Otro absoluto -afirma Ritvo-; su diferencia con el masoquista radica en que éste renuncia a toda reticencia para poner a prueba los límites del otro, es decir, se somete a una ascesis, a un ejercicio y acceso sin duda extraño y monstruoso a una experiencia de goce, mientras el sádico (…) busca un saber, que siempre se le escabulle y que en su pretensión última es mudo; debería satisfacerse en secreto” (Ritvo, 2009, p. 113). En los relatos de Sade, el Otro está representado por un ser supremo de esencia maligna, un Dios que disfruta de su maldad. Su idea es que la destrucción es necesaria para la creación. El sádico es presentado como un fiel servidor que facilita las vías para la máxima destrucción. Opera como una especie de funcionario al servicio del goce del Otro.

En su libro Tres ensayos sobre la perversión (2011), Tomás Otero señala que “para que el fantasma perverso encuentre su resorte en la voluntad de goce y de esta forma velar su propia castración, es necesario preservar en el Otro del goce consistente, una incompletud, que vuelve a provocar el movimiento, relanzando un circuito que permite una tramitación, un tratamiento frente a ese resto real. Dicho de otra manera, para el perverso también es preciso que su voluntad falle, sostener esa voluntad, vía la voluntad de un Otro que reclama sin tregua el goce perdido, y que es imposible de devolver, aunque se consagre a ella” (Otero, 2011, p. 49). ¿Pero acaso el perverso puede dilucidar algo de su consagración a ese goce imposible de devolver?

El neurótico se defiende del goce del Otro. En cambio, el perverso lo registra y maniobra su cumplimiento. Lo decisivo para este último es que el otro sea conmovido para, de esta manera, alcanzar la satisfacción de haber asistido al Otro. Aun cuando el efecto en el otro sea de asco, displacer o rechazo, el perverso sabe que el verdadero goce está más allá del principio del placer. Por eso, apunta a tener al menos un indicio de que el otro se volvió su cómplice. No hay satisfacción en el perverso a menos que tenga un atisbo de satisfacción -del orden del más allá del principio del placer- en el otro.

El impudor de uno basta para producir el pudor del otro. Se emplazan dos lugares, y el perverso se ofrece allí como instrumento para someter al partenaire de acuerdo a una voluntad que no es la suya, sino la del Otro. El sujeto perverso se cree con el derecho al goce sobre el cuerpo del otro, pero en verdad está allí sacrificado en virtud de una voluntad que es del Otro.

Aun cuando el paciente perverso llegue a la consulta porque lo ha ordenado un juez (en el contexto de una causa judicial) y pueda decir no tener, en principio, una demanda de análisis, será tarea del analista darle lugar a una pregunta que pueda conmover algo de su posición subjetiva. ¿En qué medida puede el tributo a “hacerse instrumento del goce del Otro” volverse una disyuntiva para el paciente perverso? ¿Es que acaso tiene la “voluntad” de hacerse instrumento, o más bien esto se le impone como efecto de su propia estructura? Si su empeño no le es propio, si su persistencia le viene de un borde ajeno a la vez que propio, y si el analista incita una pregunta en ese sentido, entonces puede que algo de su escisión se trasluzca. En todos los casos, la pugna por suturar la castración dará batalla.

El analista le aceptará muchas cartas de presentación al paciente perverso; prácticamente todas, salvo aquella que lo muestra agente de su propio goce. En el lugar que la transferencia otorga, será fundamental el manejo que el analista haga de la angustia que estos pacientes intentarán suscitarle. Está claro que no será tarea sencilla, sobre todo cuando el psicoanalista, llamado al lugar de partenaire de la escena perversa, se ubique como partenaire de un síntoma analizante que el perverso afirma no tener, salvo porque éste se juega en el hacerse instrumento del goce del Otro.

LA DIVISIÓN SUBJETIVA EN LA PERVERSIÓN (2024)

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